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Mostrando entradas de septiembre, 2024

NADA, NADIE, ESTO

Sólo soy fuerte mientras lucho: si mi casa arde, deshielo un silencio. He resuelto, después de confundir las inundaciones con el mar y sobrevivir con vivir —y viceversa—, procurarme cierta incomodidad. Y disfrutar. Del buen vino y la comida. Y quitarle una pata a la silla, ¿Cómo voy a celebrar la muerte? Y he brindado como una araña y se me ha acusado: ¡despreocupado! Y yo con el zapato roto. ¿Cómo no voy a celebrar la vida? Tres banquetas, una mesa, una hornalla; catorce libros, dos cuadernos, una cama. Si mi casa se mueve, el vino se añeja, y yo me adapto. Yo. Pero cada ventana es una trinchera, hay hambres que no son símbolos. ¿qué haré al respecto? ¿quién firmará la paz cuando no esté? ¿qué atravesará esa puerta?  
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  Aprendí a dejar ir, antes me aferraba; quería tatuarme la luz, el escalofrío sutil como una pluma de la música hecha luciérnaga. Quería capturar las flores que ahora flotan, sus colores que no existen; pero aprendí a dejarlas ir, y a esperar… para ver al instante definitivo, al oscuro abismo, perder ante mí; por una sola palabra. Aprendí a dejar ir al instante invencible y eterno que florece desde adentro, contra la sombra silvestre de las cosas.

Aquellas otras definiciones

  Ahora soy un cuerpo abierto de un extremo al otro; al rededor los espectros y una pausa de hielo, y sobre ellos: una luz cenital insoportable y lenta. El cirujano —que es también el paciente y el instrumentista y el espectro— permanece de espaldas; busca y espera perpetuamente la definición, la palabra que no ha sido escrita. Halla un verso; - ¡Bien! Podemos proceder. —anuncia—. ¡Milenaria pausa, esperada interrupción! y alguien mueve el instante, lo arrastra. Se ha conseguido avanzar y se ha prescindido de las alternativas: de aquellos otros doctores, de aquellas otras definiciones. El cirujano es un experto: definir una dolencia contribuye a su sanación.

Sobre Personas Decentes, de Leonardo Padura

Por las tardes ya no hay mucho que hacer, todo está en su lugar: el piso limpio, la ropa doblada, los libros ordenados. Es casi todo sobre lo que decido. Después sólo queda una quietud insoportable que viene de allá afuera, yo le devuelvo un gesto simple pero eficaz. Y abro el ventanal un poco, para que ingrese una corriente de aire fresco, un movimiento invencible; ruidos y ladridos que ahora vienen de La Habana. Quizás unas cuadras me separen de una discusión en La Dulce Vida, ahí donde el Mario Conde (de Padura) dice algo perfecto y cuestionable; yo escucho, para mí es fundamental. Un gesto simple, cotidiano, permanente; inundado de un aire que sopla de hojas palpables de olores propios. Un gesto que se repite, una respuesta a la quietud que me llega de allá afuera, un movimiento. Eso es libertad, quizás una mayor que sólo arrastrar mis propios pies.
  ¿A dónde va  esa nada intranquila que dejo flotando en el aire? Me sigue y se arrastra y atrapa mis pasos; y busca y demanda y necesita descongelar un encuentro, la dirección de un disparo, el comienzo de un derrumbe, o de un beso. ¿Cuál es la forma sutil de esa nada inconclusa y definitiva, a dónde va durante el día? Preguntó ella; y su cansancio y su desengaño y su tristeza. Yo sonreía, un libro sabe esperar. Aunque nade inconcluso, aunque flote sutil de expectativa.  

Y también en el silencio

  Una vez leí una frase que me salvó la vida, y allí no tuvo lugar ninguna palabra. Yo volví al trabajo sin haber almorzado, y en cuanto pude crucé al almacén por un alfajor, quizás un chocolate. Al entrar me invadió un aroma y más aún el hambre. ¿Cuánto cuesta un plato de eso que está cocinando?. Es sopa de maní, ¿quiere almorzar con nostros?. <<Lo invito>>, me dijo esa señora de piel curtida y ojos vidriosos y cansados. Cualquiera puede tragarse la vida sin respirar y no darse cuenta, un ejercicio al que algunos aspiran; eventualmente uno puede dejarse llevar por esa muerte unos días, unos meses, algunos años. Pero ese día probé por primera vez la sopa de maní. Y leí —como pocas veces—aquello que cabe en un simple gesto, y en el vapor y en el pan y en los ojos. Y también en el silencio.
  Madre, la comida china y yo tenemos un problema. Cuando menguó el mundo y las ruedas y la bicicleta y las voces y la casa, salí a buscar Comida China. Y encontré pescados y vinagre y arroz y salsa de soja. Y no zapallitos y cebolla y huevo y croquetas de acelga y ensalada y papas y arvejas y lechuga y limón y lentejas y aceite y vinagre y huevo y pan casero y mate cocido y tortas fritas y manteca y azúcar.

INCENDIO

Cuando la calle no me engulle cuando doblo las esquinas y no son escaleras cuando soy probable sin ser ingenuo me engulle un reproche inevitable como un pecado terrible y absurdo “no haber sido feliz”. y cuando el escalofrío sutil y preciso se expande hasta la nieve acaricia las hojas, murmura al agua alimenta peces y nubes cuando ese escalofrío invisible pero fundamental, me engulle yo soy el viento aunque recoja después la ausencia que llora rota entre los árboles.